Es verdad. La Toscana es un lugar precioso. Combina extensos prados de hierba verde con pequeños bosques aleatoriamente repartidos por el paisaje, escalas de colores que cautivan la vista. Pequeños desniveles, y colinas coronadas por antiguas ciudades medievales que dominan a la perfección sus valles. Mi piace molto. Es el tipo de paisaje mediterráneo. Tranquilo, desfogado, agradable y sugerente para quien necesita descansar y desconectar. Tal vez, sin embargo, no es el paisaje que más me gusta. Nunca olvidaré lo trepidante y misteriosa que resulta la selva asiática, su ambiente diferente a todo lo que mi propia cultura me ha dejado ver. El delta del Me Kong. Eso fue aventura. O la exótica sabana africana, en el corazón de Sud África, el Kruger Parc. Aunque turístico, impregnado del espíritu y la vida africana. Armonía entre jirafas, zebras y gnús. Amenaza de leones, leopardos o cheetahs. Increíble.
Pero, aquí estoy. En Firenze, en Toscana. Aventura que también vale la pena de ser contada. El sábado recogimos el coche, un bellísimo smart forfour, e iniciamos nuestro tour en dirección Lucca. Antes, habíamos parado en Montecatini para observar las vistas de otro pueblecito medieval. Después de Lucca, su Duomo y su plaza del anfiteatro, Pisa. Es fuerte la inclinación de la “torre pendente” como la llaman aquí en Italia, y el surtido de diferentes helados en la “gelatteria”. Para pasar la noche, pusimos rumbo al sur de Livorno (ciudad costera) y paramos en un pueblecito perdido, en un hotelillo cercano al mar. Por la mañana seguimos nuestro recorrido y casualmente, llegamos a un pueblecito llamado Populonia. Alli pudimos visitar algunos vestigios arqueológicos, pertenecientes a los etruscos, cerca del 500 a. c. El mar, la playa, y Populonia arriba de la colina. Subidos en la cresta de un castillo, pudimos ver de cerca la isla de Elba, y al fondo, Cerdenya. Dos paradas más antes de volver a Florencia: Volterra, y San Gimignano. Finalmente, una bonita visita.
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